Lectio Divina Sabado Segunda Semana de Cuaresma P. Julio Gonzales C. ocd

02.03.2013 16:03

 

Lecturas bíblicas

a.- Miq. 7, 14-15. 18-20: Dios nos perdona el pecado.

El final del libro de Miqueas, es una oración contra las naciones y una llamada al perdón. Es el salmo de un pueblo pobre, que ha regresado del exilio y está en Jerusalén. Encuentran problemas para asentarse en la tierra de sus antepasados, miran al horizonte, esperando que Dios cumpla sus promesas y sus anhelos, muy humanos pero que se hagan realidad. El Mesías se identifica con el pastor de Israel, porque regirá con su cayado, como lo hace Yahvé. Su pastoreo, en esta oración es oración y profecía mesiánica, de un pueblo que busca rehacer su vida y su historia. Se saben heredad de Yahvé, su propiedad que se escogió de entre muchos pueblos. Como exiliados quieren recuperar las tierras del Carmelo, de Bassán y Galaad, porque son fértiles, y de buenos pastos para sus rebaños. Así como había actuado en Egipto con brazo poderoso y mano extendida, también hoy se necesita una intervención parecida, en este nuevo éxodo de su pueblo. Dios les recuerda que sólo ÉL perdona los pecados y los arroja en el mar, no porque el pueblo lo merezca, sino por su fidelidad a Jacob y Abraham. El pueblo confía en la misericordia divina. El profeta ve en el pecado, la causa de separación de su pueblo con Dios; no habrá amistad, sin borrar el pecado de la sociedad. Cristo Jesús quitó el pecado del mundo en la Cruz, donde dio muerte a la misma muerte, al pecado y al poder de Satanás sobre el hombre que impedía la comunión perfecta entre Dios y el hombre.

b.- Lc. 15, 1-3. 11-32: Parábola del hijo pródigo.

En las parábolas de la oveja y de la moneda perdida, que narra Lucas (15, 4-7; 8-10), se presenta el proceder de Dios con los pecadores; ahora es un hijo el que se pierde. Jesús nos presenta el modo de actuar de Dios Padre, con los pecadores. Se trata, de un padre rico con dos hijos solteros, que lo tienen todo para ser feliz. El menor ruega a su padre, que le entregue lo que le pertenece como herencia, quiere autonomía de su familia y se marcha al extranjero. Fuera de su casa, se gasta todo en una vida de libertinaje y despilfarro (cfr. Prov. 29, 3). Vine la carestía y el hambre sobre aquella región, pide trabajo a un pagano, lo manda a cuidar cerdos, vive en medio de gente sin ley, ni comidas rituales, porque no observan las leyes de pureza, no celebran el sábado como día del Señor Yahvé (cfr. Lev. 11,7; Prov. 23,21). Quería el joven llenarse el vientre con las algarrobas que comían los cerdos, le daban poca comida, vale menos, que esos animales, es un extranjero. La miseria trae consigo el recuerdo de la casa paterna, las algarrobas el pan que comen los jornaleros de su padre; ni Dios ni su familia son lo que lo mueve a recapacitar, entra dentro de sí mismo, desea salir con vida de esa hambre terrible. Su arrepentimiento se encuentra expresada en las palabras: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti, no merezco ser llamado hijo tuyo” (v. 21; cfr. Ex. 10, 16; Sal. 51, 6). Se despierta en él, la conciencia de Dios, y del pecado que ha cometido; se vuelve a Dios. La imagen del padre amoroso lo lleva a Dios, nace en él la seguridad del perdón (cfr. Jr. 3, 12ss). El anhelado encuentro  se produce entre el amor del padre,  que se siente profundamente conmovido, al ver la miseria del  hijo, y las palabras de arrepentimiento que éste pronuncia. El padre le prodiga todas las muestras de aprecio posible: lo abraza y lo besa como hijo muy querido. Ordena ponerle el mejor vestido, anillo en su mano y sandalias en los pies, luego manda celebrar un banquete, porque él ha recuperado a un hijo que daba por perdido, muerto, ahora lo ha recuperado con vida. Le devuelve la dignidad de ser su hijo, con todos sus derechos. La fiesta, viene a significar el evangelio de la misericordia y de la alegría, Jesús salva de la perdición y de la muerte (cfr. Lc. 1,79). El hijo mayor, fiel en el servicio, vuelve del campo, y ve sólo lo exterior, no conoce lo vivido por su padre y hermano, había llegado el tiempo de la salvación, él lo ignora. El hijo mayor murmura contra esa increíble misericordia del padre, propio de los fariseos, en el fondo, los representa, con esa actitud ponía en peligro el orden moral existente. El día del Señor, es el día de su ira, de aquellos que trasgredieron la ley, y recibirán ese día su castigo. Entrar al banquete era entrar en comunión con un pecador, que se ha contaminado con prostitutas, paganos y cerdos….  Este hijo mayor  se comporta en todo, como un justo, un piadoso judío… (cfr. Lc. 15, 2). Se niega a ingresar a la celebración, porque el justo que es él ha sido olvidado, y la alegría de la fiesta, es por un pecador arrepentido, su hermano menor; los años de servicio se contraponen al desperdicio de los bienes del otro; no haber quebrantado nunca una orden de su padre, al despilfarro con prostitutas; el no haber hecho nunca una fiesta con sus amigos, a matar al becerro cebado para su hermano menor, etc. Se descubre aquí que la misericordia de Dios es un misterio, no siempre inteligible con criterios meramente humanos. El padre justifica su proceder. ¿Aprecia de verdad el hijo mayor, todo lo que ha recibido de su padre? Ha tenido su amor, ha vivido una intensa  comunión con él, tiene como herencia todo lo que posee el padre. ¿Qué pierde él con que su padre sea bondadoso? Nada. En las palabras del padre, se intuyen los bienes que posee el pueblo de Israel, en la alianza hecha con Yahvé. “Tú siempre estás conmigo” (v. 31). En la nueva economía, Jesús restaura la antigua y la perfecciona con su sangre, para establecer la nueva alianza (cfr. Lc. 22, 20; Jr. 31, 34). Hay que “hacer fiesta y alegrarse” (v. 32). El amor, ahora es el núcleo de la nueva economía, de la ley y de la voluntad de Dios expresada en la palabra de Jesús. El hermano mayor sólo se preocupa de la ley, carece de amor fraterno. Dios es glorificado con las obras de amor y misericordia y no sólo con la observancia del sábado. En las palabras de Jesús se encuentran el poder de la conversión y la del amor fraterno. Ambos hijos necesitan experimentar estas realidades donde se encuentra el inicio del Reino de Dios y de la salvación. La conversión a Dios y el amor al prójimo son las fuerzas fundamentales de la moral cristiana (cfr, Hch. 2, 37-47). La asamblea eucarística, debe ser también una fiesta donde se celebra la acción salvadora y misericordiosa de Dios realizada por Jesús en su misterio pascual (cfr. Lc. 22, 10; 1 Cor. 11, 26; Hch. 2, 46). Antes la comunidad era no pueblo, ahora es pueblo de Dios, un tiempo sin gracia, ahora favorecida (cfr. 1 Pe. 2, 10); la sangre de Cristo se comulga para el perdón de los pecados, se celebra la nueva acción de gracias, la economía de la de la salvación y filiación divina. Jesús ofrece salvación, también al hijo mayor, a los fariseos; todos tenemos necesidad de conversión, tanto justos como pecadores, porque todos estamos necesitados de misericordia (cfr. Rm. 11, 32). Volvamos a Dios arrepentidos en esta Cuaresma, para celebrar la salvación y el perdón que Jesús nos otorga de parte del Padre, para abrirnos al amor a nuestro prójimo con obras concretas de caridad cristiana.

Santa Teresa de Jesús nos pide que si rezamos el Padre Nuestro consideremos lo mucho que nos da el Señor Jesús en sus primeras palabras. Une oración y conversión a Dios y a los hermanos: “¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primera palabra? Ya que os humilláis a Vos con extremo tan grande en juntaros con nosotros al pedir y haceros hermano de cosa tan baja y miserable, ¿cómo nos dais en nombre de vuestro Padre todo lo que se puede dar, pues queréis que nos tenga por hijos, que vuestra palabra no puede faltar? Obligáisle a que la cumpla, que no es pequeña carga, pues en siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas. Si nos tornamos a El, como al hijo pródigo hanos de perdonar, hanos de consolar en nuestros trabajos, hanos de sustentar como lo ha de hacer un tal Padre, que forzado ha de ser mejor que todos los padres del mundo, porque en El no puede haber sino todo bien cumplido; y después de todo esto hacernos participantes y herederos con Vos.” (Camino de Perfección 27,2).