Lectio Divina- Viernes Primera semana de Cuaresma - P. Julio Gonzales C. ocd

22.02.2013 09:01

 

Lecturas bíblicas

a.- Ez. 18, 21-28: Dios no quiere la muerte del pecador.

La primera lectura es todo un canto a la vida del hombre que practica la justicia y vive de cara a Yahvé, que vive con responsabilidad. Luego del destierro de Babilonia, con una Jerusalén en ruinas, el pueblo, está sin esperanza en el futuro. Será Ezequiel quien se levante para formular el principio de la responsabilidad personal: “El que peque ese morirá” (Ez. 18, 20); principio ya anunciado en otros textos bíblicos (cfr. Jr. 31, 28; 2Re 14, 6; Dt. 30, 15). Si bien es cierto, que el pasado influye y condiciona el presente, sobre todo cuando hay toda una historia de pecados e injusticias, no se debe recibir como una carga fatídica, sino que se puede mejorar el presente asumiendo con responsabilidad la propia existencia y sus exigencias. El profeta cuenta con que Dios, “no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva” (v. 23). La insistencia de Ezequiel, es que el pecador se convierta en forma individual, fruto de la predicación de todos los profetas. Ezequiel pasa de profeta, a pastor de almas, teólogo y sacerdote del Dios Altísimo. Muchos culpaban a Dios de injusto, por todo lo que estaban pasando, lo que era mucho más fácil,  que convertirse. La respuesta de Yahvé a semejante juicio: “Vuestro proceder es el que es injusto” (v. 25). La exhortación de Dios es concluyente: “¡Arrepentíos y viviréis!” (Ez. 18, 32). La conversión, más allá de empeño personal, es don de Dios, iniciativa suya. La culpa personal, no disminuye en nada su consecuencia social, y la responsabilidad en el mal provocado. Dios quiere que el hombre viva, y la trasgresión de la voluntad divina, manifestada en los mandamientos, es muerte para el hombre y la sociedad. Yahvé perdona el pecado de quien se arrepiente de verdad. Arrepentirse, es vivir en Dios y para Dios y su prójimo.

b.- Mt. 5, 20-26: Reconciliarse con el hermano.

En el evangelio Jesús exige la práctica de una nueva justicia, es decir, una nueva fidelidad al querer divino manifestado en el Reino de Dios: “Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos.” (v. 20). Si la santidad predicada por los fariseos consistía en la observancia de la ley mosaica, Jesús exige algo más, una fidelidad que nazca de lo interior del corazón del creyente, es decir, un verdadero acto de fe. Lo que cuenta es la libertad del acto, nacido de la fe y de la adhesión personal a Jesucristo y su evangelio. El Maestro de Nazaret exigirá el máximo de amor para vivir el espíritu de la ley, no el mínimo o el formalismo exterior. Se trata de interiorizar el espíritu de la ley. El homicidio, no es solo atentar contra el quinto mandamiento, sino que Jesús lo amplía a todo acto injurioso contra el hermano, como por ejemplo, llamarlo imbécil o encolerizarse contra él (v. 22). El evangelista, trata de compaginar la novedad de las bienaventuranzas que proclama Jesús, pero es consciente de la inquietud de sus lectores judíos, que se preguntan, si esta novedad es independiente de la Ley de Moisés. Se trata de vivir la nueva justicia, la verdadera justicia, la voluntad de Dios que desde la Ley alcanza su plenitud en Cristo Jesús. Detrás de la Ley y los Profetas, está la voluntad de Dios. Jesús viene a los hombres de parte de Dios, no vino a abolir el AT, sino a dar cumplimiento. La Ley y los Profetas, no es la revelación definitiva, pero será Jesús quien nos diga cómo hay que llevar a cabo esa voluntad de Dios hoy. “Quien se enoje…quien lo llame estúpido…o loco” (v. 22). La ira se puede convertir en un asesinato espiritual, que envilece y rechaza al prójimo (cfr. Jn. 3, 15). El discípulo de Jesús debe temer tanto a la ira en su corazón, como al homicidio como acto. Lo mismo, cuando usamos palabras hirientes, exteriorización de esa ira o maldad. Se destaca el uso de la palabra, hermano, con se designa al compañero de fe y combate, hermanos en Cristo, hermanos en el mismo camino de salvación. “Si al presentar tu ofrenda…”  (v. 23). Entre los hermanos de fe, debe haber unión, no se concibe ninguna, división, ni aversión, al contrario, fraternidad, es experiencia de amor. El símil que usa Jesús enseña que la desunión, rompe la unión de ellos con Dios. El sacrificio ofrecido a Dios, debe nacer de un corazón en paz y de unidad entre los hermanos de comunidad. Basta saber que alguien tiene algo contra mí, para dar el paso que busca la reconciliación, ir y restablecer la paz. Esta realidad es tan urgente, que debe dejar la ofrenda ante el altar, e ir a reconciliarme con el hermano. La desunión nos hace indignos de presentar la ofrenda, una vez reconciliado, entonces seré apto para ofrecer el sacrificio. Sólo entonces, una vez restablecida la paz, el sacrificio logra la reconciliación con Dios; la paz entre los hombres asegura la paz con Dios nuestro Padre. Culto y fraternidad, es decir, vida cotidiana, quedan de esa forma estrechamente unidas. Cualquier servicio que queramos prestar a Dios, pierde su valor si no es sostenido por el amor y la unidad fraternal. La ofrenda y el sacrificio, están supeditadas a estas condiciones para que adquieran su valor ante Dios. Siempre existe el peligro de privilegiar el culto, olvidando las obligaciones humanas y morales en nombre de la adoración de Dios. Los profetas de ayer y de hoy, denuncian este culto hipócrita. Desde que Jesús ofreció el sacrificio perfecto al Padre en el altar de la Cruz, una vez para siempre, han sido anulados todos los sacrificios antiguos de animales, en el templo de Jerusalén (cfr. Heb. 9, 11; 10,11-18). El cristiano, ofrece cada día, un culto espiritual,presenta su vida con Cristo Sumo Sacerdote,al Padre, por medio de ÉL al Padre, único Mediador entre Dios y los hombres (cfr. Rm. 12, 1; 1 Pe 2,5; Heb. 13,15). La Eucaristía, es la fuente y el centro de toda la vida de la Iglesia, de ahí la importancia, de revisar cada domingo, como está mi relación con el prójimo más cercano: en el matrimonio, los hijos, compañeros de trabajo, etc. Con cuanta delicadeza debemos acercarnos al altar a comulgar, una vez reconciliados con el hermano y con Dios, en el Sacramento del perdón, para que el culto divino, siga siendo fuente de paz y bendición para toda la comunidad eclesial.

Santa Teresa, enseña que la perfección se alcanza con la práctica del amor a Dios y al prójimo. “La verdadera perfección es amor de Dios y del prójimo, y mientras con más perfección guardáremos estos dos mandamientos seremos más perfectos” (1M 2,17).